Sin ventas ambulantes no hay recuperación del espacio público

Por: Jaime Romero

Arquitecto y Magíster en Hábitat en proceso de grado, interesado en política, economía y cultura, y la manera en que éstas se materializan en la ciudad. Poco interesado en ser defensor de oficio de administraciones distritales. Bogotano, bogotanófilo (bastante), bogotanólogo (más o menos), etc.

La fijación de Enrique Peñalosa con los vendedores ambulantes, y el drama social que ésta desencadena, están suficientemente ilustrados en los medios de comunicación. El quid del asunto ha sido hasta ahora el conflicto entre el derecho a un espacio público adecuado y el derecho al trabajo, conflicto que define los bandos (en Bogotá siempre hay dos, para todo), sus discursos y sus acciones.

No hace falta repetir el inventario, así que paso directamente a la tesis: las ventas ambulantes son claves para la vida urbana de Bogotá (de cualquier ciudad, de hecho) y a nadie: ciudadanía, sector privado, ni al mismo Peñalosa, le conviene eliminarlas. Me explico:

Las ventas ambulantes son importantes para la economía de la ciudad

Por su naturaleza informal es difícil tener datos económicos fiables, pero se pueden estimar: si  hay casi 50.000 personas dedicadas a la actividad (fuente: Alcaldía) y al mes cada una vende entre 3 y 5 salarios mínimos legales mensuales (fuente: sondeo personal sin pretensiones estadísticas), serían unos $2 billones anuales de ventas. Para darse una idea de la magnitud del negocio, el recaudo anual por concepto de impuesto de industria y comercio es del orden de $ 3,2 billones. Aunque es innegable que muchos distribuyen contrabando o piratería, son más los que comercian productos industriales y agrícolas locales. Y por sus condiciones de precio y oportunidad, son transacciones no trasladables al comercio formal: si se sustraen del espacio público sencillamente dejan de ocurrir, con el correspondiente perjuicio al conjunto de la economía.

Las ventas ambulantes activan el espacio público

 La analogía ciudad / centro comercial es evidente, así que voy a utilizar un ejemplo que puede resultarle odioso a los puristas del espacio público. Hace años, los centros comerciales empezaron a ocupar su “espacio público”, es decir, los corredores,  con unos pequeños locales tipo isla.  La motivación era económica, pero pronto quedó claro que había mejoras en el número de visitantes y en su tiempo de permanencia. La gente prefiere las circulaciones concurridas, con algo de congestión visual y de tránsito, a los corredores vacíos: esos no invitan tanto a mirar las vitrinas, comprar o reunirse, sino a irse. Para los diseñadores, la cuestión ya no es si hacer o no las islas –ya no hay centros comerciales sin ellas-, sino cómo: la cantidad, ubicación y tamaño justos, que eviten perder clientes o provocar conflictos con los locales tradicionales.

Volviendo a la vida urbana: está claro que la proliferación indiscriminada de ventas ambulantes es perjudicial para la ciudad. Los que caminamos por San Victorino o por la carrera 13 en los ochenta sabemos que la cosa no es por ahí, pero tampoco es con espacios públicos tipo Pyongyang, amplios, impolutos… y solos.

Las ventas ambulantes hacen parte de nuestra cultura urbana

 Una actividad económica de las dimensiones señaladas no se puede explicar solo por la falta de control institucional sobre el espacio público o por las mafias de intermediarios: hace falta una aceptación colectiva amplia y permanente. No estamos hablando de costumbres autodestructivas –de las que tenemos muchas-, sino de una forma de habitar la ciudad, compartida por la mayoría de la población pero resistida por el establecimiento. Hace parte de un conjunto de fenómenos de cultura urbana relacionados con el comercio, tan bogotanos que ni siquiera reparamos en ellos, como las panaderías de barrio, los restaurantes a las afueras, y el clúster de repuestos automotrices en el Siete de Agosto (o de ferreterías en Paloquemao, de postres en el Barrio Modelo, de litografías en el Ricaurte…). No se trata de declarar patrimonio inmaterial el cigarrillo suelto o el pan de $100, solo de considerar con más cuidado los costos de extirpar las ventas ambulantes, y la bajísima probabilidad de lograrlo.

* * *

Los desalojos policiales a vendedores ambulantes son tan anacrónicos como sus invasiones indiscriminadas de andenes y plazas. Ambos hablan de una ciudad que sigue atada a discursos políticos y urbanísticos de la guerra fría. Implícitamente, los bandos mencionados asumen que la cuestión de las ventas ambulantes es de suma cero: un avance en la posición de A conlleva un retroceso, igual, de B. Pero el escenario “buen espacio público, con vendedores ambulantes” no solo es posible sino prometedor en muchos frentes. Ojalá el alcalde estuviera dispuesto siquiera a un pequeño experimento urbanístico al respecto. Si, como afirma a menudo, su prioridad son los peatones, por ahí podría empezar una verdadera recuperación del espacio público en Bogotá.

Jaime Romero

Arquitecto y Magíster en Hábitat en proceso de grado, interesado en política, economía y cultura, y la manera en que éstas se materializan en la ciudad. Poco interesado en ser defensor de oficio de administraciones distritales. Bogotano, bogotanófilo (bastante), bogotanólogo (más o menos), etc.

Tomado de: http://imaginabogota.com/columna/ventas-ambulantesy-espacio-publico/

Fotos y montaje: Hernán Riaño

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