Por: Hernando Urrutia Vásquez
Es el odio visceral a los árboles. No poder soportar ni mirarlos y ejecutar actos violentos o sutiles que van desde la tortura a los que los someten recortándolo, hasta la mutilación con aparatos cada día más sofisticados. Quienes salen perjudicados de la civilización son los árboles, porque el hombre en su afán de sobrevivir los mata no importa que se perjudique él mismo.
Estudios muy profundos y honrados nos dicen que las plantas y también los árboles son seres sensibles y sintientes que incluso establecen una comunicación entre sí para protegerse de las plagas, de los animales, pero del odio humano no ha podido escaparse porque el hombre se las ha ingeniado para cortarlo o arrancarlo.
El árbol ha logrado elaborar sustancias que eliminan a sus enemigos y convivir con sus amigos que lo establecen como hogar y a partir de allí se vuelve núcleo familiar y comunidad de especies.
Es otra forma de vida pero vida de todos modos.
Ha habido una persecución implacable en aras de los negocios y entonces se mezcla el lucro con la existencia triunfando el primero, que permite que la vida vegetal pase a segundo plano en aras de la utilidad monetaria y se mezclan sentimientos altamente insensibles con un amor hiperbólico a la rentabilidad ignorando que acciones arboricidas revertirán en suicidio de la raza humana, que aceleradamente, a un ritmo de miles de millones de unidades perecen en manos de los depredadores que no son otros sino los seres humanos consentidos de Dioses y Creadores.
No necesitamos que alguien nos expulse del paraíso, nosotros nos vamos expulsando y muchas veces lo hacemos sin irnos a parte alguna.
Las ciudades dan campo a los seres humanos sacrificando a los otros seres y cuando prima el concepto de la ambición y los intereses, cuando no importa el mañana sino que hay que hacer lo que me favorece hoy , la especie se muerde entre ella misma y viene desde la expulsión territorial hasta la expulsión vital, los éxodos, la errabundés y lo famélico como producto de lo opulento, sin ley y sin jueces que dicten veredictos ecuánimes, en aras del metálico.
En Bogotá unos pocos en nombre de unos muchos, modifican el paisaje natural y sacrifican el paisaje humano, arrasan lo que resta por llenar de cemento y levantan el altar a lo artificial sobre lo natural vendiéndonos una naturaleza de plástico, alterando el ecosistema, desertificando
lo frondoso y contaminando la respirabilidad. Y son los mismos que no se inmutarán cuando los juzgue la historia.
Foto:Tania Liliana Duarte Giraldo.